top of page

A pesar de todo


A pesar de todo

Team de fútbol, obra de Julio Vanzo

Rita María Gardellini

Pacto de silencio:

el juramento se firmaba con sangre.

— ¡No! ¡No! ¡Qué patee Paradisito! ¡Qué alguien se la pase!— los gritos acompañaban al cuerpo con la ayuda de las manos, los brazos, las piernas.

No importó que no lo escuchara, el Pardisito recibió el pase y entonces: ya estaba, ¡lo sabía!, conocía muy bien a su primo, ¡imparable! De todos modos, estrujaba el pañuelo amarillo al que había pintado pacientemente rayas verticales y azules. Un nudo bien fuerte en el medio; decían que había un San Pilato que con tal que lo desataran concedía deseos.

Regresó rápido a su puesto de guardia.

Maldecía que le hubiera tocado a él: ¡justo sobre la final!, pero el sorteo fue claro e imparcial; si objetaba pidiendo excepciones por haber conseguido a su primo, también lo haría el resto por otros motivos y bastante tiempo les llevó perfeccionar la minuciosa organización como para revolver de nuevo el guisado con acomodos.

Nuevos gritos lejanos le hicieron rogar a su compañero que fuese a ver. El Cholo titubeó, miró hacia todos lados y se alejó en un pique. A él le decían: Cashimo. Todos tenían nombres camuflados, no habían descuidado ningún detalle para protegerse, no tanto a ellos mismos como al juego.

El Cholo regresó: la cara limpiando suelas y retorciendo furibundo su gorro negro y rojo.

No fueron necesarias las palabras, desató al Pilato y se puso a dar saltos, gritos mudos de boca enorme y el cacareo con tres vueltas que hacía su primo cuando realizaba un gol. De haberse encontrado en el puesto de vigilancia del segundo subsuelo podría haber gritado en serio; no debía quejarse, aún peor era ubicarse en el primero, tan cerca de la superficie. ¡A conformarse!, dentro de muy poco alguno de sus amigos le relataría todos los detalles del partido. Aunque por la expresión del Cholo, lo mínimo eran dos goles.

Siguió festejando en silencio. Menos mal que su primo había logrado ingresar al colegio.

Fotografía de Marga Bohana

El amanecer del domingo ya estaba naciendo.

Con rostro circunscrito —esa fastidiosa mirada que sólo se fijaba al pedacito que le decían que viera: mirada limitada, limitadísima a un círculo fabricado para relojes en el que no se podía ni perder un minuto —, los señores Paradise acompañaban al Director que los guiaba con minuciosas explicaciones a través de todo el recinto.

Los predios de recreación, la estructura edilicia y tecnológica lo situaban en uno de los mejores institutos del país, incluso disponían de salas personalizadas de Hologramía, Virasor Satelital y Robótica. El niño los seguía, como correspondía: con las manos tomadas en su espalda, la cabeza baja y en absoluto mutismo, unos pasos más atrás, pensando en lo cómodo que resultaba la disciplina al tener a los alumnos en salas personalizadas, es decir: atados a un único espacio solitario.

Terminada la caminata descriptiva llegaron al edificio central, ingresaron y fueron a la oficina de la Dirección; una vez en ella, los adultos tomaron asiento. Por primera vez, el Director se dirigió a él:

—Estimado joven Paradise, habrá advertido que el prestigio que avala nuestra educación académica es axiomático. La exigencia en los estudios a todos los discípulos es sin tapujos la de mayor excelsitud y requerimiento, un aprendizaje ubicuo...

Así continúo en un monólogo en el que el niño de 12 años asentía muy educado y sumiso con la cabeza, aguardando que ese larguirucho y flaco Director de palabras tan aburridas y difíciles terminara de hablar solo. De reojo, observaba a sus padres, ellos continuaban sorprendidos y maravillados ante su presente actitud, asombro que iniciaron hacía una semana cuando supieron que su rebelde hijo quería ingresar al Colegio de los Eximes Atrios, aún más cuando la institutriz les informó — a su regreso de uno de los tantos viajes al que nunca lo llevaban— que se había dedicado durante todas las vacaciones a estudiar sin descanso para poder aprobar el excluyente examen de aceptación. Nunca hubiesen avizorado este cambio de talante en su traviesa criatura, ya sumaban tres las veces en que habían sido citados por el preceptor del otrora Colegio, entrevistas a las que tuvo que asistir el tutor —que percibía un salario en extremo generoso como bien recalcaban— porque ellos, por supuesto, se encontraban de viaje u ocupadísimos.

No necesita un rebuscado esclarecimiento, la situación ¡muy pero muy diferente! que representa socialmente asistir al exclusivo Colegio de los Eximes Atrios, para lo cual de inmediato buscaron tiempo.

¡Por fin su hijo se ubicaba a la altura de la élite que le correspondía! Suspiraron aliviados.

El niño aguardó pacientemente hasta el final del discurso, mordió con todas sus fuerzas la sonrisa que empezaba a dibujarse. Con excesiva caballerosidad y ampuloso vocabulario agradeció que le permitieran pertenecer al notable Colegio. Por fortuna, los adultos jamás miran a los ojos, si lo hubiesen hecho, no hubieran logrado explicarse la mirada desbordante de júbilo y eso, de seguro, los hubiera alertado. ¿Alcurnia, abolengo, apellidos, supremacía académica? Simplones aburridos y abstrusos. ¿Qué podía importarle las recalcitrantes y tediosas exigencias del internado, si él sabía muy bien, porque le había contado su primo Casimiro, que en el tercer subsuelo del estacionamiento se realizaba el juego prohibido? Una pasión crecía y le ahogaba el pecho, qué difícil resultaba contenerse.

Se retiró con las manos húmedas por la emoción, tal vez hasta pudiera ser el próximo goleador.

El sol, de Edvard Munch


103 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page