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ÁNGELES QUEBRADOS


Ángeles quebrados

Tuve varias veces hermanos, sin ser mellizos, incluso tíos que eran más pequeños que sus sobrinos. Dos hermanitos: Melisa, que empezaba primero, y Sergio, ya en su tercera vez.

Me llaman, Sergio estaba en Dirección, les había pegado a varios chicos en la entrada, se habían burlado del hermano. Eran cuatro hermanos más, todos Sergio como primer nombre y el segundo que los diferenciaba, él que ya se había ido de la escuela “estaba en cosas feas”, como su papá, también Sergio y también vendiendo droga.

No era el Sergio que yo tenía a diario, esa mirada no era de él, arrastraba odios viejos e iras nuevas. Tenía los puños apretados, hablaba mordiendo.

El psicólogo de la escuela me explicaba que yo creaba “una isla feliz” y en esa isla mis alumnos eran chicos, nenes que querían aprender, nenes amados y cuidados, chicos que podían ser chicos. La mierda quedaba afuera. Funcionaba.

Me advierten sobre la mamá, muy agresiva, violenta, alcohólica; mejor es no citarla, viene a la reunión de padres. Se sienta al fondo, no dice nada, me mira. Podés encontrar en ella los rasgos hermosos de los hijos, perdidos entre el desaliño y la dejadez. Las madres me advierten que no le consiga ropa porque no la lava, cuando no se puede usar de sucia, la tira a una pila en el patio. Me cuentan, la dejó el marido por una chica de 17 años, la embarazó y se fue. Ella no pudo superarlo y comenzó a beber mal, feo, muy feo. Del padre todos decían que parecía sacado de una película, bello, varonil, campera de cuero, moto, un rebelde de cine, pero esto no era cine, era un vil abusivo hijo de puta. Pensé en esa chica, una nueva oda de Sergios y Melisas para golpear. Había leído el legajo, Sergio: siete convulsiones cerebrales, yo tuve una sola a los tres años y era la anécdota del barrio, los vecinos corriendo a buscar al médico, camita de hielo, fiebre de 41°, ojos blancos, unos días para recuperar la movilidad de las piernas, el habla. Una muñequita rota, y Sergio: ¡siete! El papá le había pegado con una llave inglesa. La mamá, ¿se pueden sufrir tantos abortos? Destrozada por las patadas que recibía había dejado de parir, Melisa era la última. Era mejor “la isla”.

Melisa se enojaba cuando no aprendía, comenzó a comprender que no era sólo una broma tonta: mi trabajo era enseñarles, si sabían todo me quedaba sin empleo; la broma se completaba cuando me apuraba a decirles que de inmediato iba a enseñarles algo nuevo… que no podían aprender tan rápido. En la revisión de piojos, levanto la melenita encantadora de Melisa: todo blanco, ristras de huevos anidando como si fueran collares, no se veía cabello, sólo liendres. Bajé el mechón, volví a levantarlo, era real. Nunca vi algo así, pensé en infecciones, en una comezón que justifica delirar, ¿cómo no gritaba? Le di un beso como a todos y no le dije nada.

Tres días Melisa sin venir, Sergio me cuenta que no quiere. Envío una notita, aparece Melisa; no llego a verla –trabajaba con dos grupos por áreas- y me llaman los chicos, estaba atrincherada en el patio, tirando, pegando, arañando, mordiendo. Me acerco, se detiene, puños cerrados, le pido que me acompañe, me sigue. “¿Me querés pegar también a mí?”, mueve la cabeza en un “no”. Le toco la manito, la miro. Me cuenta que le querían sacar la gorra, la tomo de la carita, “Si yo fuera una nena, y te pido la gorrita, ¿me ibas a pegar?”. Llora, se saca la gorrita. Calva, la habían pelado. La abrazo, le digo que sigue siendo una de las nenas más lindas de la escuela, y le cuento que a mí de chiquita me habían “pelado como a un varón” para que el cabello me creciera con más fuerza, por eso siempre lo uso largo, larguísimo. Una pavada de comparación pero sirve o tal vez fue el abrazo, el tono, el sentir que es muy querida. Mi cielo, ese cuerpito tan menudo, tan frágil que tanto soporta.

Llegamos a segundo grado, un día dudo si es ella, arreglada, no voy a decir que la ropa era la adecuada porque le apretaba pero estaba aseada, peinada, me vino a contar de su trabajo. Era más fácil encontrar la belleza de Melisa y Sergio; la mamá comenzaba a ser ella de nuevo. Estaba dejando la bebida.

En tercer grado es el cumple de mi hijo: cuatro años. Invito a los dos grados. Melisa y Sergio van, limpitos, iluminados, se notaba el esmero. Me los entrega la mamá, de la mano, como cualquier otra, preguntas como cualquier otra, “¿a qué hora los vengo a buscar?” La dueña del local se asombraba, nunca había visto comer y jugar tanto. No paraban un minuto. Llega la piñata, se sientan en canastita. La caja con rostro de payaso y el hilo colgando para que mi Nico tire, el papel barrilete se desgarra y caen los bombones. Está filmado, es un pandemónium, yo rescato a una de mis mellis, Liliana a la otra, ambas todavía de pañales; Nico había quedado sumergido en la montaña de chicos que se le tiraron encima. Llego a él, aterrado. Me enojo. Por unos bombones… Sergio tiene el botín agazapado, algunos se arrebatan entre ellos, y comienzan a entender. Piden disculpas, le ofrecen uno, Nico nunca más quiso piñatas. Lo sé, no les expliqué que eran bombones, que alcanzaban para todos, que no había que empujarse…

En cuarto cambiaron de maestra, igual me venían a saludar, a contar sus cositas, y en quinto grado me avisan que se cambian de escuela, se van, les dieron una casita.

Más de dos décadas, y esos, mis ángeles quebrados siguen en mí, perfectos, buenos, dulces, con sus caritas manchadas y brillantes. De las cientos de historias, no quería la más atroz, sino ésta, la de una mami, una MUJER que lo estaba logrando.

Flores en el cemento.


 
 
 
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